Chicas, antes echará uva la higuera que aceptar que expolien nuestra tierra
Paredes de márgenes pedregosas sedientas por la falta de lluvia, caminos que levantan polvareda, terrones de panal, niebla de fuego que quema ramas con aromas que apuntan a otoño, miradas cómplices de todo lo que nos preocupa. Abatidas por la vendimia que empieza a ser pesada a la vez que felices por lo que hemos ido cosechando, aunque escaso, parece que será bueno, no bueno, buenísimo.
Caminando por los dramáticos y desdibujados bancales de viña vieja me llama la atención un puñado de higos que guardan a ser cosechados. Arranco a correr cric-crac esquivando los terrones y vigilando de no torcerme un pie. Al llegar al camino de arriba paro en seco, una ardilla me está acechando y eso sí, es todo un espectáculo porque cada vez se ven menos de estos animalitos tan preciosos. Nuestra tierra está cambiando, rápido, demasiado rápido. Mis vivencias evocan tiempos pasados, de mirada muy lejana como si estuvieras hablando en clave de siglo, pero no ha pasado ni un lustro y podría contarle muchas cosas que sonarían a viejas.
Mis memorias y esas no tan recientes vividas por la generación de nuestros padres y madres que tienen un sabor amargo y dulce a la vez, porque las historias siempre tienen dos caras.
Mientras divago mentalmente, sigo encarada a la higuera, probablemente el árbol que más me recuerda a la infancia, que es casa. El olor de la hoja es perfume de recuerdos y memorias vividas y degustar su fruto es una explosión de sensaciones.
Levanto la vista y veo uno gigante, chatarra nueva que en unos años chirriará y me recuerdo a mí misma una vez más que todo se mueve demasiado rápido y en la dirección equivocada. La meseta es un despropósito de molinos, líneas de evacuación y caminos históricos que antes eran bucólicos y ahora parecen autopistas, frustrante, triste y duro de encarar este progreso impuesto.
Me salta una lágrima recordando el mío, nuestro paisaje emocional, lo que nos legaron las que nos precedieron, mimando cada rincón de tierra hasta tocar el cielo. Aquel paisaje que nos llenaba de orgullo y nos arraigaba firmemente en la tierra que ha sido la nuestra durante tantas y tantas generaciones. Porque todas nosotras somos y pertenecemos aquí abajo desde siempre, el sentido de pertenencia es el que nos acompaña desde que llegamos al mundo.
¡Ahora sí! Estoy bajo la higuera, cojo una hoja y huelo hasta llenarme los pulmones, me enciende la emoción, me abrazo al tronco y me reconforta. Alargo el brazo y toco con la punta de los dedos los higos más bajos, me estiro un poco más y los cojo, hay un par que se me resisten, no pasa nada, decido compartirlos con los pájaros que también ¡son de aquí y ellos sí que tienen derecho!
Son los gigantes de hierro, los expoliadores que se aprovechan de la vejez y falta de relieve generacional los que no merecen ningún higo, ¡que la tierra es de quien vive en ella y lo que necesita la nuestra es ser habitada, querida, respetada y viva!